Parecía un latinoamericano de tantos: bajo, delgado, de tez morena, de ojos oscuros y vivaces, de agradable conversación y apasionado por el baile. Pero ciertamente era distinto a la mayoría. Tras su apariencia de hombre común había un ser de inteligencia superior y voluntad excepcional, que había llegado a recoger y conjugar en su alma todos los sentimientos de su nación y las mejores ideas de su tiempo. Un hombre que había puesto su esfuerzo y sus múltiples talentos al servicio de la más noble causa de cualquier época: la independencia de los pueblos y la libertad de los hombres.
SIMON BOLIVAR
Era un adelantado de la democracia en medio de las ruinas del absolutismo. Pudo haber optado por otra vía para la consecución de sus fines libertarios. En una sociedad acostumbrada a obedecer a un soberano absoluto, simplemente pudo haberse proclamado emperador, como lo hicieron Napoleón, en Francia e Iturbide, en México, y como lo sugerían sus mismos colaboradores. O pudo haber impuesto un despotismo ilustrado y magnánimo, recibiendo a cambio la fidelidad y gratitud de su pueblo.
Pero él era un republicano a muerte, un hijo de la revolución y no estaba dispuesto a ceñirse una corona y a fundar una monarquía del trópico, con corte ostentosa y profusión de lacayos y bufones. Así que escogió el camino más difícil, para él y para los pueblos: el camino de la democracia. Difícil porque, tras siglos de absolutismo, los pueblos carecían de todo asomo de civismo, de toda capacidad de autoconducción. Por eso puso especial interés en la educación del pueblo, convencido de que “un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”.
Como guerrero era temible y no cejaba hasta derrotar al enemigo. En la terrible época inicial de la independencia, derrotado sucesivamente por las tropas realistas y acosado por la feroz insurrección social de los llaneros, que masacraban a todo aquel que tuviera la cara blanca, impuso la norma de no dar ni pedir cuartel al enemigo.
Era vanidoso en extremo, pero cultivaba una vanidad muy singular, que no radicaba en la apariencia personal o la ostentación de la riqueza, sino en la permanente búsqueda de gloria. A veces, eso lo hacía aparecer como un ambicioso e incluso como un loco, puesto que el héroe de Colombia la Grande no andaba tras las ventajas comunes de un vencedor –la riqueza, la molicie– sino tras gloria y más gloria. Por eso, sus enemigos le decían “El loco”. Como “el loco de Colombia” lo conocían los diplomáticos norteamericanos, que estimulaban a esos enemigos. Pero los pueblos le decían “Padre”, “Libertador”, “Protector” y confiaban ciegamente en sus orientaciones, porque lo sabían noble y desinteresado hasta el extremo límite.